Todas las acciones humanas expresan algún aspecto de la cultura en que se ponen de manifiesto. Como afirma el antropólogo Marvin Harris, del mismo modo que la realidad química corriente surge de su sustrato químico y físico, superándolo, la realidad cultural emerge de esa realidad química corriente superándola igualmente. El avance que supone en la historia de la evolución es extraordinario, sobre todo si tenemos en cuenta el elemento clave del proceso: el lenguaje. Este proporciona a la evolución cultural variables ilimitadas que aumentan progresivamente la complejidad de la realidad simbólica interna y de su proyección externa también simbólica. Se trata del medio que conserva la memoria de la experiencia humana en el tiempo y que permite estructurar la vida social y la conducta. Basta observar la hiperindustrialización de hoy o la digitalización de un sinfín de procesos humanos para atisbar una ligera idea de la magnitud del efecto de la evolución cultural.
En su Teoría de la Creatividad, Jorge Wagensberg considera que «el entorno de un ser vivo es la parte externa de su propio interior» (Teoría de la Creatividad, 2017, pag. 165). Si esto es así —que, a mi juicio lo es—, el mundo y, por supuesto, la cultura son la representación de los estados del ser. Dicho de otro modo, la mente creó el mundo —la vida ya era desde mucho antes— y el mundo no podía ser sino a imagen y semejancia de esa mente. El mundo se expresa a través de la cultura, de modo que la cultura solo existe en la mente, siendo sus expresiones externas artefactos que dan forma material al mundo, ya sean símbolos, conductas o tecnologías. El entorno se moldea para adaptarlo a la experiencia interior de los individuos que, aun considerándose entidades separadas, operan colectivamente conforme a criterios culturales que han evolucionado en el tiempo. La cultura es el marco de estabilidad, con motivaciones marcadamente biológicas en cuanto que están promovidas por el instinto de supervivencia (la prevalencia de la homeostasis, planteada con acierto por el neurocientífico Antonio Damasio); es la referencia que aporta sentido, identidad, pertenencia, seguridad ante el terror de la nada que parece ondular más allá de ella. Pero, aunque los mecanismos que la impulsan son biológicos, la cultura no es la vida y, si la cultura no lo es, el mundo tampoco, ya que aquella es expresión de este. Así pues, el mundo es el gran aparato, el artificio que contiene las creencias, las leyes, los conceptos, las costumbres, las tradiciones… Precisamente porque el origen de su motivación es biológico, las expresiones del mismo, es decir, las culturas, difieren en gran medida unas de otras, porque se han desarrollado y evolucionado en entornos diferentes.
Dicho esto, me atrevo a firmar que la emergencia de la cultura como consecuencia de fenómenos biológicos hace de la Cavernade Platón la circunstancia cotidiana que pone de manifiesto esa realidad simbólica, producto de ciertas transformaciones cerebrales sugeridas por el antropólogo mexicano Roger Bartra en su teoría del exocerebro; esta es proyectada hacia al exterior, también simbólicamente (sombras, en el mito del pensador griego), de modo que la experiencia se basa en reflejos, en representaciones subjetivas, en ideas mentales extraídas de creencias adquiridas en el particular proceso de enculturación y visualizadas en los objetos externos a través de conceptos. La cultura se nutre y retroalimenta de ellas, dando de sí la emergencia de subproductos que pueden llegar a estar muy alejados de la vida. Un ejemplo sencillo: la silla. En ausencia de concepto solo existe una forma de la materia. Si es de madera (aunque ya estaríamos usando el concepto “madera”) nos hallaríamos ante una forma de la madera o una madera con forma. Resumiendo mucho: el concepto “silla” emerge de la forma de la madera en ese caso. Probablemente, el origen de todo concepto está íntimamente relacionado con su utilidad y funcionalidad, el problema surge cuando el desarrollo del lenguaje proporciona el concepto antes de la experiencia de percepción del objeto. El concepto contiene una historia cultural inserta en la evolución cultural; esta historia cultural contiene a su vez la experiencia del objeto de todos los seres humanos que me precedieron, de modo que cuando nombro el objeto, aunque lo tenga ante mí, estoy viendo la imagen mental que he creado en base a mi concepto de dicho objeto que, a su vez, está condicionado por la evolución cultural que lo trajo hasta mí. Si trasladamos este ejercicio a cualquier ámbito de la vida, ¿qué sucedería? He aquí la mayor experiencia de disgregación, aquella que separa al ser de su realidad biológica (que incluye a su entorno), alojándolo en una realidad paralela en la que se siente diferenciado y en la que el colectivo le exige la contradictoria tarea de diferenciarse sin llegar a ser diferente.
Tuvo que darse un punto de ruptura en la historia de la evolución. No creo que este se halle en la emergencia de la mente —para aceptar tal cosa tendríamos que retroceder al cartesianismo y, a estas alturas…—. En su Teoría de la Creatividad Jorge Wagensberg plantea una interesante hoja de ruta para comprender la evolución cultural: las edades de la cultura. La tercera edad es, a juicio de Wagensberg, la espiritualidad, cuando parece que «se quisiera influir en la realidad apelando a algo inmaterial capaz de influir sobre lo material» (Teoría de la Creatividad, 2017, pag. 101). Hace tan solo treinta mil años que se produjo esta circunstancia. Entonces, los Sapienscomenzaron a pensarse a sí mismo y al entorno de otra manera; surge el símbolo, las representaciones, que quedan plasmadas en las paredes de piedra y que evocan experiencias subjetivas que no nos son tan desconocidas en la actualidad. La subjetividad es, a mi entender, lo que provoca el punto de ruptura respecto de la realidad biológica; tal vez no por sí misma, sino por aquello que surge al combinarse con los instintos y los mecanismos que hacen posible la vida. Probablemente ese fuera el inicio del individualismo y de la degeneración del ego, al despegarse este de los instintos vinculados al propio sostenimiento y a la perpetuación de la especie, y pretender derivaciones de sí mismo que, fruto de la evolución cultural, fueron alcanzando más y mayores grados de sofisticación hasta despegarlo completamente de la vida, ya mero eco en la cotidianidad y, en cualquier caso, realidad subordinada a esa otra realidad del ego, mental, cultural, artificial.
Pero entramos en un dilema: ¿la constatación de un hecho, explica el hecho? Creo que no. Es más, creo que las explicaciones de todos estos fenómenos dadas por la biología, la psicología y la antropología, centradas en la definición de evolución biológica y evolución cultural, diferenciándolas —al producirse la primera a través de los genes y la segunda por enculturación—, generan un vacío. Dado que la Filosofía tiene el deber de adelantarse a la teoría visualizando posibilidades, especulemos: ¿y si evolución biológica y evolución cultural son fenómenos absolutamente interdependientes?; ¿y si la evolución cultural utiliza mecanismos biológicos —genes— para acontecer?; ¿y si la clave está en algo que es ajeno y a la vez partícipe de ambos fenómenos?
Tal y como afirma el biólogo Antonio Machado, «las ideas tienen un soporte material como cualquier tipo de información. Tendríamos que dar un tremendo salto de escala para codearnos con las moléculas y agregados de moléculas que las conforman y que reaccionan durante el acto de pensar» (14 Días, 2018, pag. 77). Cuanto pensamos tiene, por tanto, un soporte físico, una realidad bioquímica en nuestro cerebro, luego también cuanto sentimos, cuanto soñamos, cuanto creemos… Si andamos en una dinámica evolutiva impulsada por la homeostasis y su principio de prevalencia al que se refiere Damasio, nuestros gametos contienen la información genética de nuestra realidad bioquímica, fruto de nuestra experiencia adaptativa, información dispuesta para ser transferida a la siguiente generación mediante reproducción sexual para hacer posible la evolución. Si nuestros pensamientos tienen una sustancia bioquímica, ¿por qué separarlos de esta al codificar la información que ha de ser transferida genéticamente? Si la mente es una propiedad emergente de la vida —del cerebro— y posee manifestación material —bioquímica—, ¿por qué separarla de la evolución de la propia vida?
Me aventuro a afirmar —asumo el riesgo— que, antes o después, la ciencia descubrirá de qué modo heredamos toda la experiencia (física y mental) de nuestros ancestros. Es más, si la vida es un fenómeno único y somos manifestaciones de ese fenómeno único, de modo que la historia de la vida está contenida en cada uno de nosotros, ¿por qué resulta tan descabellado pensar que nuestra mente se estructura de acuerdo a la experiencia de quienes nos precedieron (pensamientos, creencias, emociones, reacciones, sueños, recuerdos, hábitos…) del mismo modo que mis ojos son similares a los de mi padre y mi frente a la de mi madre? ¿Y si la personalidad particular es el fenómeno emergente estrella a través del cual la vida se aporta a sí misma la novedad que precisa la evolución?
Entre tanto, me quedo con la famosa sentencia de Carl Sagan, aunque en lógica sea definida como argumento ad ignorantiam: «la ausencia de prueba no es prueba de ausencia».
FUENTES:
14 Días. Antonio Machado. 2018
Teoría de la creatividad. Jorge Wagensberg. 2017
El mundo y sus demonios. Carl Sagan. 1995
Nuestra especie. Marvin Harris. 1995
Antropología del cerebro. Roger Bartra. 2006
El extraño orden de las cosas.Antono Damasio. 2018
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